El ataque de los lobos.
Testimonio del tanquista germano J. W. Oechelhauser sobre un ataque de lobos.
“…Los tanques restantes del regimiento formaban una posición de defensa en redondo en alguna parte del campo abierto. Desde hacía más de tres días las tripulaciones no llegaron a saborear comida caliente. Allí estaban los vehículos parados e inmóviles. Ya no quedaba gasolina, y a pesar del líquido protector contra el frío, el agua de los radiadores formaba masas de hielo compacto. ¡Hay de aquel que tocara, sin los guantes puestos, el acero de las paredes de los carros! Sus manos quedarían pegadas al acero y si pretendiera desprenderlas, perdería la piel del todo.
En el interior del tanque, un soplete de soldadura permanecía emitiendo ruidos feos y agresivos. Su finalidad era servir de algo así como calefacción. Mas eso era pedir mucho a esa lámpara de soplete; no tenía tanta fuerza como para calentar el interior. Humeaba y apestaba y su combustible apenas alcanzaría para algunas horas más. Luego, seguramente se apagaría y con ella la pequeña ilusión de calor.
Esperábamos que nos llegaran gasolina, alimentos y refuerzos. Pero nuestras esperanzas no se realizaron y aquellas municiones que nos podrían haber facilitado un rompimiento del cerco, fueron empleadas para rechazar los diarios ataques del enemigo. Éramos aún cuatro hombres y cada media hora nos relevábamos en el puesto de guardia en la torreta. Esto significaba que en doce ocasiones al día cada uno de nosotros tenía que exponer su cara negra por la grasa de motor que nos untábamos, a la mordaz furia de la tempestad de nieve; doce veces al día durante treinta minutos temíamos cada quien un nuevo ataque de los rusos y doce veces al día durante treinta minutos se avivaba en cada uno de nosotros, la fútil esperanza de ver por fin la llegada de nuestros refuerzos.
Como a las 14:30, el viejo con su cabo apuntador, nos vino a pasar revista. Pude observar cómo lucharon ambos, con mucho trabajo para atravesar la nieve increíblemente profunda para acercársenos. Subieron al tanque por la parte de atrás y así pudimos entendernos mejor. Reporté la baja del radiotelegrafista durante la noche anterior. A escasos doce pasos del tanque, los lobos lo atacaron y lo devoraron. El había ido a la ambulancia para que le vendaran el brazo derecho, y al regreso, la tempestad de nieve lo sorprendió de modo que, en medio de este alud azotador y blanco de nieve, no fue capaz de encontrar el camino de vuelta hacia nosotros, un camino de unos pocos pasos. Ciego por la nieve, fue torpemente dando vueltas y los lobos se le echaron encima con tal furia que no le dieron tiempo de soltar un solo disparo. Al revisar su pistola lo comprobamos. El cráneo se hallaba cubierto de sangre congelada. Además pudimos localizar una de sus botas y residuos de su abrigo de piel. Los lobos lo habían desmembrado. Luego fueron separando para roer, bajo la protección de la noche helada, los huesos, y por fin, éstos quedaron esparcidos por doquier junto con los restos de su uniforme.
Con los binoculares pudimos reconstruir parte de este espantoso suceso, por lo menos por aquellas huellas que la nieve aún no había cubierto de nuevo. Se lo expliqué al Coronel y le mostré los alrededores. El guardia, sin duda, cerró la escotilla de la torre, debido a la violencia de la tempestad y si hubo gritos de auxilio, no se enteró de nada.”
Fuente: J. W. Oechelhauser: "Nosotros estuvimos en el frente" Editorial Herrero, Mexico, 1966.
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